En la ciudad de Chicago (Estados Unidos), el primero de mayo de 1886 obreros sindicalizados (principalmente anarquistas) iniciaron una huelga como parte de la campaña por mejoras laborales. La base de sus reclamos era la reducción de la jornada laboral, desde las 12 a 14 horas impuestas por las fábricas a las 8 horas reclamadas. Ese día se manifestaron por las calles de la localidad decenas de miles de trabajadores, trabajadoras y familias.
La represión policial dejó un saldo de dos muertos y varios heridos, lo que generó nuevas manifestaciones. El 4 de mayo, la represión de la protesta fue mucho más violenta y, como consecuencia, se contaron más de ochenta muertos y doscientos heridos, además de presos, torturados y miles de despedidos.
Las autoridades se lanzaron a la caza de culpables y fueron apresados unos treinta ciudadanos, entre los que finalmente quedaron ocho acusados. Luego de un juicio rápido, parcial, irregular y fraguado, cinco de ellos fueron condenados a muerte y cuatro, ejecutados (el más joven se suicidó antes de la sentencia). De los otros tres, dos fueron condenados a cadena perpetua y uno a 15 años de prisión. A finales de mayo, algunos sectores patronales accedieron a reconocer la jornada de 8 horas.
Tres años después, en 1889, se celebró en París una reunión organizada por asociaciones obreras socialistas y laboristas que dieron origen a la llamada Segunda internacional. Allí se declaró la conmemoración del 1º de mayo como el “Día Internacional de los Trabajadores”. El objetivo de la efeméride fue establecer una jornada de lucha reivindicativa y de homenaje a aquellos mártires de Chicago. En Argentina, la primera conmemoración de la fecha data de 1890, de la mano de las primeras organizaciones obreras.
Ahora bien, ¿cómo articular estos hechos con la historia del país, y en particular con el presente y con los últimos cincuenta años de historia argentina? ¿Cómo no considerar la implementación de políticas que descargan sobre trabajadoras y trabajadores las consecuencias de las restricciones de derechos generados por el aumento de privilegios concentrados? ¿Cómo no relacionarlo con concepciones y actitudes que pretenden colocar en las víctimas la responsabilidad de sus males? ¿Cómo no relacionarlo, en la actual coyuntura, con la estigmatización de los pobres y el fomento a la violencia social, donde las víctimas son siempre las mismas?
Si se recorre la historia del siglo XX en nuestro país, puede verse la forma recurrente en la que sectores conservadores, represivos y neoliberales reprodujeron lógicas semejantes: empobrecimiento, bajas de salarios, avasallamiento y reducción de derechos (laborales o civiles), represiones, secuestros, muertes y desapariciones.
Recordemos las masacres en la Patagonia y la Semana trágica, los trabajadores de La Forestal, los golpes de estado, el bombardeo en la plaza, las expresiones de las demandas de trabajadoras y trabajadores, el Cordobazo y las expresiones del terrorismo de estado.
A semejanza de 1886, en todos estos episodios estuvo presente la persecución, la represión, la acusación o la deportación de extranjeros indeseables, junto a variadas prensas que justifican, estimulan y promueven esas persecuciones, asesinatos, castigos y estigmatizaciones.
Consideremos que el trabajo es mucho más que asegurar recursos para la sobrevivencia, es uno de los principales elementos que orientan, organizan, modelan y producen identificaciones, imaginarios, subjetividades, prácticas y modos de vida. Por eso es que las disputas que se generan son de un orden muy amplio; más que cuestiones de ingresos son cuestiones morales, ideológicas, existenciales y, obviamente, políticas. Nada más ni nada menos.
Sabemos que siempre se mira el pasado desde el presente –desde algún presente en particular–. En 2019 nos toca desde esta actualidad, con reducción de derechos, aumento de la pobreza y el desempleo, precarización, atropellos, abusos, violencias, infamias y cinismos. Pero también con expectativas.
Son otros momentos, son otros lugares y son otras experiencias de las que, sin embargo, se puede aprender. Hay elementos nuevos y variaciones, pero también hay repeticiones, algunas trágicas y otras más semejantes a farsas y nuevas tragedias. Seguramente este momento socio-histórico que nos toca no sea el último de su tipo, pero siempre podemos aprender, pensar, resistir, entender, crear, manifestar y luchar: intentar transformar.
Texto: Sergio A. Chamorro Smircic, docente del Departamento de Ciencias Sociales e integrante del Centro de Investigaciones sobre Economía y Sociedad en la Argentina Contemporánea (Centro IESAC) de la UNQ.
Producción: Programa de Comunicación Pública de la Ciencia “La ciencia por otros medios”
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