Por Claudio Leveroni
La voluntad del electorado se dividió el último domingo en tres tercios casi similares en su porcentaje. Menos de tres puntos de diferencia entre la primera y tercera fuerza política. Milei resultó ser la sorpresa de la jornada por un volumen de votos impensado previamente. En las antípodas a Milei quedó Larreta y su escaso 11%, obtenido pese a la enorme cobertura mediática y distribución publicitaria. Fue el gran derrotado. Casi tanto como la pobre cosechada de Bullrich, con un 16% que la dejó en tercer lugar
Pongamos la mirada en el 30% de Milei. Sus votantes seguramente están envueltos en un cóctel de sensaciones. Llegaron a ese rincón tan extremo de la derecha vernácula desde la bronca, el enojo por frustraciones, la atracción por la excentricidad del personaje, la ideología que seguramente muchos acompañan, la creencia que debemos tener al dólar como moneda, y hasta la mirada rebelde de quien supo venderse como antisistema denunciando a los políticos como los personeros de una casta.
Milei vio pasar un tren y se subió a esa corriente de opinión que alimenta la desvalorización de la política y los políticos. Extraño, pero lo hizo haciendo política, siendo político y definiendo, en forma degradante, a sus rivales como la casta. Por momentos lanzó disparates tan enormes que dejan dudas sobre la estabilidad de sus emociones mentales.
Dudas que se potencian cuando, por ejemplo, se refiere a comunicaciones místicas y extrasensoriales con uno de sus perros ya muerto y clonado. “Gracias a Conan, Murray, Milton, Robert y Lucas”, expresó Milei recordando el nombre de sus perros. Fue el domingo durante el discurso de celebración de su triunfo. Conan es el clonado.
En su agenda política hay temas que bordean peligrosos límites. Plantea la venta de órganos; define al Banco Central como la peor basura sobre la tierra prometiendo que le prenderá fuego. Por supuesto que de ser presidente privatizará YPF, Aerolíneas y hasta el Conicet.
Milei no es un fenómeno de época. En todo caso se muestra como la modernidad cuando en realidad expresa propuestas que lo ubican como representante de valores que reinaron en el pasado. Las propuestas que sostiene reivindican la desigualdad social como el natural resultado de la justicia meritocrática. Es decir, para esta corriente de pensamiento todos partimos del mismo lugar y vivimos mejor o peor de acuerdo con los méritos propios que vayamos desarrollando en nuestra existencia. Se sabe que esto no es así. Hay quien asoma a la vida desde la pobreza más extrema, con todas las falencias tanto de nutrición como de formación intelectual que eso representa, y quienes no. Es solo un ejemplo, hay muchas más diferencias para resaltar. El lector sabrá bucear en ellas para repasarlas sin necesidad de nominar una tediosa y larga lista en estas líneas.
Lo importante es poner a la luz que detrás de esta premisa que revindica la meritocracia hay un valor cultural primario que nos retrotrae a criterios de igualdad que regían en el país y en el mundo 100 años atrás. Cuando, por ejemplo, las clases dominantes justificaban la existencia de la esclavitud de los negros por ser seres inferiores. Idea que hasta era concebida por muchos esclavos también que se consideraban inferiores y merecedores de esa escala social degradante.
Ese pensamiento de clase superior perdura aún, aquí y en el mundo. Mauritania fue el último país del planeta que abolió la esclavitud, lo hizo en 1981. En Estados Unidos el Estado de Mississippi adhirió formalmente a la enmienda de 1865, que abolía la esclavitud en el país del norte, recién en 1995.
Los peores valores culturales del pasado reaparecen en la derecha, tanto de Milei como de Bullrich, disfrazados de modernismo. En octubre tendremos ese desafío. El modelo cultural y económico que a fuerza de muerte, tortura y desaparición de personas impuso la dictadura en 1976, busca consenso para ingresar nuevamente al país. Aspira llegar esta vez con nuestro voto.