Por Claudio Leveroni

El retroceso en la evolución social del hombre en comunidad es un sello de época instalado en casi todo el mundo. Se lo puede ver en la síntesis que representan sus líderes y la calidad de acción y pensamiento que despliegan a la hora de capturar adhesiones en el conjunto de la sociedad. El politólogo estadounidense Walter Dean Burnham reflexionó al respecto, señalando que esa tendencia es el reflejo de la despolitización de la sociedad. El reconocido intelectual, fallecido el año pasado, apuntaba a encontrar una explicación racional al surgimiento de Donald Trump como figura de liderazgo surgido desde la expresión de un ciudadano cada vez más alejado de la política y con una psiquis dispuesta a aferrarse a principios fundamentalistas.

En ese recorrido Noam Chomsky agrega que Estados Unidos se sostiene con una sociedad que vive con un alto grado de fanatismo, tanto como lo puede haber en Irán. Prueba de ello, asegura, es que el 75% de la población cree literalmente en la existencia del diablo. Para sostener esta afirmación Chomsky recurre a una encuesta realizada hace algunos años sobre la evolución de las especies. Consultados los entrevistados sobre las diversas teorías solo el 10% creía en los fundamentos de Darwin y casi el 50% creía en la mano divina de Dios guiando la evolución. Bajo esta mirada del ciudadano medio estadounidense el surgimiento de Trump parece ser una resultante previsible.

El proceso de declive colectivo intelectual tiene a la derecha como principal recepcionista en Estados Unidos, acaso la meca de la sinrazón y el embrutecimiento, pero se refleja en distintas regiones del planeta. Brasil es uno de los ejemplos más notables en ese sentido con la figura de Jair Bolsonaro.

Trasladado el fenómeno a nuestro país se replican síntomas y resultantes similares. La degradación de la política, culpada como mal único de nuestro diario padecer, se ha exacerbado teniendo a los medios de comunicación como usina principal del descrédito. Es condición humana buscar la identificación con algo, aglutinarse con otros y participar en un conjunto. Si la política no es capaz de recepcionar esa acción, la gente buscará otros horizontes. Acaso, esto pueda explicar también la multiplicación de variantes religiosas como sucede en Brasil.

El llamado poder real, aquel que maneja los resortes de la economía, no está dispuesto a aceptar un resurgir de la política como canal de expresión transformadora. Opera en consecuencia, cicatea la democracia para dominar sus reacciones. Apunta a líderes que despiertan ensueños, lo hizo antes modificando estrategias de acuerdo con cada época. Alimentar el embrutecimiento es una constante. Así surgen comunicadores de mucho ruido y razonamiento autoritario. Pueblan los principales medios, la TV sigue siendo un ariete efectivo para semejante objetivo. La grieta del odio es más efectiva que la saludable grieta que surge del debate de ideas.

Detrás de ese despliegue comunicacional están las empresas con sus enormes conglomerados de intereses económicos. No son democráticas, sus estructuras se sostienen bajo principios verticalistas y totalitarios. Difunden sutilmente, aunque muchas veces lo hacen con grosera impunidad, esa ideología. Sus voceros aseguran tener absoluta libertad para decir lo que quieren en sus pantallas. La tienen después de haber interpretado, sin recibir orden alguna, los intereses que representa el medio donde se desarrollan. Pueden despotricar en estos días del prófugo chileno Jonas Huala atrapado en El Bolsón, pero nunca mencionar a un tal Pepín Rodríguez Simón que lleva dos años y medio prófugo de la Argentina viviendo en Uruguay.