Por Claudio Leveroni
El crecimiento sutil y cada vez más agresivo del desprecio al pobre está comenzando a dejar postales cotidianas muy crueles. Acaso sirvan para que tomen nota quienes minimizan los daños económicos y culturales que provoca esta peligrosa tendencia existente de reivindicar la versión más egoísta del individualismo.
Postal 1: Esta semana en Belgrano cuatro jóvenes de entre 19 y 21 años fueron detenidos por la policía cuando se movilizaban en auto Fiat Cronos disparándole, con un rifle de aire comprimido (réplica de un fusil AK-47 Kalashnikov), a indigentes que deambulaban o dormían en las calles del coqueto barrio porteño.
Postal 2: Un hombre apuñaló a un niño de 11 años que pedía dinero en un semáforo en el barrio Ituzaingó, en Córdoba. Las imágenes de semejante aberración quedaron registradas en las cámaras de seguridad de la zona.
La filósofa española Adela Cortina acuna la definición de aporofobia para nominar el oscuro fenómeno social que supone el rechazo hacia las personas pobres y sin recursos. Es una tendencia en crecimiento por estos días en nuestra sociedad, una forma imbécil de echarle culpas de las postergaciones propias por los tiempos que corren a quienes están en el último escalón económico y social.
En nuestra geografía es fácil comprobar la aporofobia. Lo es si uno viaja en transportes públicos como el tren o el subte. Formaciones que van sumando rostros de nuevos empobrecidos que desfilan repartiendo estampitas, anotaciones mugrientas o simplemente contando sus padecimientos que concluyen rogando por unos pesos o un paquete de galletitas que algún pasajero tenga abierta. En ese ir y venir de los pobres de toda pobreza se pueden observar, en gestos físicos o muecas en los rostros, las reacciones del conjunto. Las hay de todo tipo. Desde la indiferencia, a puñaladas de desprecios y gestos de solidaridad que incluyen el desembolso de algo.
Las dos postales de esta semana nos advierten sobre el costo del ajuste brutal que está desplegando, con llamativo orgullo, un gobierno nacional que tiene como conductor a un “topo que destruye el Estado desde adentro”, según se autodefinió el propio Javier Milei.
Los miles de trabajadores despedidos en estos meses, los tarifazos en alimentos y servicios, la perdida de capacidad adquisitiva por salarios que han quedado postergados y jubilaciones miserables, no son solo datos económicos. Con esta catarata de espantosas determinaciones, tomadas por personas con poder institucional, se desgarran valiosos valores culturales humanos y solidarios que las sociedades fueron construyendo pacientemente durante mucho tiempo.
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