Por Claudio Leveroni

Cierto día Maradona contó lo que nunca antes, aunque todos ya lo sabíamos. Relató su primer gol a los ingleses en el mundial de 1986, bautizado por él mismo como el de la mano de Dios. Un instante, una jugada, seguramente diagramada en los años infantiles de gambetas endiabladas en potreros, y guardado en su memoria para hacerla realidad en un día especial ante un rival especial. La maravillosa acción se desarrolló en un mundial, cuatro años después de la guerra en Malvinas, y sin poder soslayar que, en el mismo partido, Maradona como si hubiese querido ratificar que lo podía hacer de otra manera, realizó un segundo gol consagrado como el más bello en la historia de todos los mundiales.

Un sector de la sociedad, al que nunca le cayó bien la rebeldía desafiante del oriundo de Villa Fiorito, lo estaba esperando. Destrozaron su confesión. Para ellos aquel gol sintetizó la pulsión de la cultura corrupta que envuelve a los argentinos, como si se tratase de un patrimonio cultural propio, exclusivo, casi un invento nacional. El relato de Maradona fue una excusa para que los voceros de este pensamiento colonial, reiteren una sutil degradación que cotidianamente gotea sobre la conciencia colectiva de los argentinos. Como contracara invitan a observar la conducta en países más desarrollados, mostrados como ejemplo. Naciones con ciudades que tienen envidiables calles limpias, con habitantes que arrojan papeles en el cesto y tienen respeto por las normas de tránsito. Una mirada estética que, deteniéndose solo en el orden y la prolijidad como conductas sociales virtuosas de esas urbes, tiene como intención la degradación de lo nuestro. No importa demasiado si detrás de esas calles limpias y tránsito ordenado hay escuelas con niños armados que, de tanto en tanto, entregan una masacre. Tampoco importan los brotes xenofóbicos y hasta encuentran alguna explicación para justificar la barbarie que cometen estas sociedades contra inmigrantes que se hunden en el Mediterraneo.

Siendo invitada a un programa de televisión, la entrañable China Zorrilla contó con llamativa fascinación una experiencia que le ocurrió en Inglaterra cuando perdió un paraguas en el tren. Un amigo londinense, enterado de su percance, le preguntó si lo había reclamado. Le explicó que existe una oficina de objetos perdidos. Zorrila quedó asombrada cuando llegó a esa oficina y recuperó el paraguas. “Te das cuenta, – remarcó – alguien encontró mi paraguas y lo llevó a esa oficina pública”. En el living de ese programa de televisión, escuchando la historia, estaba Antonio Tarrago Ros, quien remató la anécdota diciendo: “Si claro, los ingleses te devuelven los paraguas, pero te afanan las Malvinas”. Esta anécdota invita a reflexionar en que dirección colocamos nuestro pensamiento ante relatos u observaciones que presenciamos. Un museo como el Louvre deslumbra ante los ojos, pero que sucede con el recorrido de nuestro pensamiento cuando vemos ahí una de las colecciones más importantes del mundo de objetos del Antiguo Egipto.  Surge acaso, en el instante que la estamos observando, que se trata de la exposición de un descarado robo que exhiben con orgullo. Solo una formidable derrota cultural evita la indignación.

Lo importante en la estrategia de dominación colonial actual es degradar nuestra elección, uniendo lo popular con lo corrupto. Bajar la mayor cantidad de gente del objetivo colectivo para insertarlos en la meritocracia del camino individual, y que la solidaridad retome el concepto de dádiva religiosa. Este país de mierda es una frase que se les cae con frecuencia de la boca. Una indisimulable transferencia geográfica a la conducta social de quienes vivimos en esta región del planeta. El país somos los argentinos. Por lo tanto, lo que masiva y culturalmente represente a los argentinos es una mierda, en la medida que sea representativo de un modelo de organización política populista que amplía derechos y distribuye más equitativamente la renta nacional.