Por José Armaleo
La denuncia de los suboficiales por el colapso salarial y sanitario no es un reclamo aislado: es el grito de un pueblo sometido al vaciamiento sistemático de derechos. Jubilados, científicos, docentes, trabajadores y fuerzas de seguridad enfrentan un mismo enemigo: el colonialismo financiero que desarma el Estado. La respuesta solo puede ser una: unidad estratégica contra la entrega de la patria.
Las palabras no bastan cuando la dignidad está en juego. La durísima carta pública de la Asociación de Suboficiales Argentinos de las Fuerzas Armadas y de Seguridad (ASUBA) contra el ministro Luis Petri no es una reacción aislada ni un exabrupto sectorial. Es el síntoma más crudo de una crisis estructural, producto directo de una política sistemática de vaciamiento del Estado que afecta por igual a trabajadores, jubilados, universidades, científicos, profesionales de la salud y, ahora también con creciente indignación, a quienes visten uniforme.
“Es cruel”, dicen los suboficiales. Y no se equivocan.
Los sueldos de gran parte del personal militar están por debajo de la línea de pobreza. El Instituto de Obra Social de las Fuerzas Armadas (IOSFA) —con más de 550.000 afiliados— está colapsado, endeudado en más de 120 mil millones de pesos y con cortes generalizados de prestaciones. Hay retirados que venden sus bienes para operarse, madres uniformadas que no pueden costear medicamentos para sus hijos, y clínicas que cortan servicios por falta de pago. Mientras tanto, el ministro de Defensa hace propaganda con la compra de armamento y niega, en el Congreso, la situación desesperante de las tropas. La pretendida «revalorización» militar no se mide en tanques sino en derechos: a una vida digna, a la salud, a la justicia salarial.
Pero no se trata solamente del sector militar. El deterioro se extiende como una mancha de aceite sobre todo el cuerpo social argentino. Los jubilados cobran haberes miserables mientras el Fondo de Garantía de Sustentabilidad es vaciado. Las universidades públicas están asfixiadas, obligadas a reducir horarios, cerrar comedores o suspender investigaciones. Los despidos en organismos estratégicos y el desfinanciamiento generalizado confirman que no hay error, sino método: el objetivo no es el ajuste, es el desmantelamiento.
En apenas seis meses, el gobierno ha destruido estructuras que costaron décadas construir. Todo bajo el ropaje cínico de la “libertad”. Pero, como enseñaba Adam Smith —a quien tanto citan los libertarios sin leer—, los mercaderes son buenos comerciantes, no buenos ministros. Ni patriotas. Ni solidarios.
El caso del IOSFA es paradigmático: una obra social que al inicio de la gestión tenía equilibrio financiero y cobertura efectiva, hoy es un cascarón vacío, vaciado por una gestión ineficiente, irresponsable o directamente deliberada. Ya van tres presidentes en 15 meses, con renuncias sin explicaciones y promesas sin cumplir. ¿Quién responde por esta catástrofe sanitaria? ¿Qué consecuencias tiene para los responsables? Ninguna. Porque la lógica dominante es clara: todo lo público debe ser saqueado, todo lo colectivo destruido.
Lo que ocurre con las Fuerzas Armadas, lo que denuncian los suboficiales, no es una excepción. Es una regla. Y quienes hoy levantan la voz desde los cuarteles lo hacen en sintonía con los científicos que se organizan contra el vaciamiento del CONICET, los docentes que marchan en defensa de la educación pública, los jubilados que luchan por su sustento y los trabajadores que resisten despidos.
Esta crisis no se resolverá con anuncios ni con parches. Requiere otra lógica. Una lógica de Estado, de soberanía, de justicia social. Porque un país sin universidades, sin salud, sin salarios dignos, sin ciencia, sin Fuerzas Armadas equipadas y respetadas, sin futuro para sus jóvenes, no es un país libre. Es un país entregado.
El gobierno tiene hoy una oportunidad: frenar esta destrucción y rectificar el rumbo. Pero todo indica que seguirá avanzando, a costa del hambre de su pueblo. Por eso no alcanza con alzar la voz por separado. Es tiempo de entender que no hay luchas fragmentadas, sino una sola batalla histórica: la defensa de la soberanía nacional, la educación pública, la salud, los salarios dignos, la ciencia autónoma, los derechos de jubilados y trabajadores, y la integridad de nuestras Fuerzas Armadas como garantes de la patria.
El enemigo es uno solo, aunque se oculte tras discursos de «eficiencia» o «modernización»: es el colonialismo neoliberal que desangra al Estado para entregar nuestros recursos al capital financiero. Frente a este proyecto de saqueo, no hay sector que resista aislado. La fragmentación es derrota. La unidad es estrategia: cuando atacan a un eslabón de la cadena popular —sea un científico, un docente, un suboficial o un jubilado—, atacan al pueblo entero.
Solo la organización colectiva, consciente de su fuerza y su historia, podrá detener esta ofensiva. Como gritan desde las trincheras de la dignidad: «No nos resignaremos. No nos rendiremos«. Porque esta no es una resistencia, es la construcción de un futuro donde la patria no se negocia, se defiende.
“La historia no se borra, la memoria no se clausura, la justicia no se negocia, la soberanía no se entrega y la apatía es la derrota que ningún pueblo puede permitirse”.
Del autor: José “Pepe” Armaleo – Militante, abogado, magíster en Derechos Humanos, integrante del Centro de Estudio de la Realidad Social y Política argentina, Arturo Sampay.
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