Por Claudio Leveroni

Las causas del fortísimo ataque mediático que está recibiendo el gobierno en las últimas semanas habrá que buscarlas puertas adentro del poder real. Ahí, donde conviven los poderosos grupos económicos que caminan a contramano del interés general defendiendo privilegios que supieron recibir en los últimos cuatro años, se encuentra el laboratorio de ideas que moviliza a la oposición mediática y partidaria.

Resulta necesario destacar, antes de seguir hincando el diente en este planteo, que se trata de una tendencia que supera las fronteras locales. El dominio de las capas económicamente superiores al resto creció en todo el mundo en las últimas décadas como un efecto tardío simbolizado en la caída del muro de Berlín. Desde entonces comenzó a desbalancearse el mapa político internacional afectando a países, como Argentina, que transitaban el camino que Perón supo definir como la tercera posición.

La globalización desatada tras el final de la guerra fría fortaleció la desigualdad y amplió la brecha entre ricos y pobres en todo el mundo. Según el informe anual “Time to care” (Tiempo de cuidar), elaborado este año por la organización no gubernamental Oxfam Internacional (comité Oxford contra el hambre), los 2.153 multimillonarios más ricos del mundo poseen una riqueza equivalente a la de 4.600 millones de personas, es decir, el 60 por ciento de la población mundial. Semejante concentración de riqueza (y de poder) no se registraba desde tiempos medievales. Argentina no escapa a esta lógica mundial.

El final de la guerra fría abrió paso al despliegue de nuevas subjetividades. Después de varios rounds culturales ganados surgió el neoliberalismo abriendo camino al modelo que definen como efecto cascada. Una económica que promete para los pobres el sobrante de los que más tienen. El poder de los medios fue determinante para que una franja importante de nuestra sociedad se reconfigure bajo nuevos parámetros ensalzando lo privado como más eficiente que lo estatal.

Quebrada la resistencia a defender lo propio, arrebataron empresas estatales vitales para sostener una estrategia soberana de crecimiento para el país. Tuvieron que degradar hasta límites de la ridiculización la pertenencia de estos patrimonios estatales. Necesitaron medios y comunicadores para semejante tarea. Bernardo Neustadt fue un emblema en esta tarea. En su ciclo televisivo solía desarmar un teléfono para preguntarse “no la veo, ¿dónde está la soberanía?”. Su tira de auspiciantes, presentados como “empresas a las que le interesa el país”, se ampliaba semana a semana. El modelo Neustadt fue rápidamente capturado por otros comunicadores dispuestos a ser voceros de esos mismos intereses. Subsiste desde entonces.

En esos años noventa ocurrió el más grosero desguace del patrimonio nacional construido con el sacrificio de generaciones de argentinos. “Nada de lo que deba ser estatal permanecerá en manos del Estado”, dijo desembozadamente el ministro de Obras y Servicios Públicos, Roberto Dromi, bajo la tutela presidencial de Menem. Se puso en marcha el plan de privatizaciones bajo la ley de Reforma del Estado.

Se fueron de nuestras manos las energéticas, la petrolera estatal y la aerolínea de bandera, la marina mercante, astilleros, petroquímicas, siderúrgicas, los ferrocarriles, las radios y canales de televisión. Se quedaron con las mineras y hasta nuestra moneda birlaron, acoplándola al dólar con la excusa de frenar la inflación. La ley de convertibilidad comenzó a aplicarse en marzo de 1991, la inflación de ese año fue del 84%. La del año siguiente fue del 17,5% y la de 1993 fue 7,4%. Índices extraordinariamente altos teniendo en cuenta que se trataba de inflación en dólares. La voracidad de los grupos económicos no dio respiro nunca. En los once años que duró la convertibilidad, 1 peso = 1 dólar, la inflación fue del 115%.

Aquella transferencia del Estado a las privatizadas se hizo bajo un modelo replicado en cada una de las empresas entregadas. El caso ENtel sirve de ejemplo. La telefónica estatal tuvo a María Julia Alsogaray como interventora en el período previo a la privatización. Durante ese período su deuda se incrementó un 122%, trepando a más de 2.000 millones de dólares. En el Pliego de Bases y Condiciones para la privatización se estableció que la compañía sería transferida sin pasivos al sector privado. La mayoría de las empresas estatales privatizadas tuvieron el mismo recorrido. Un pormenorizado estudio realizado por los reconocidos economistas Daniel Azpiazu y Martín Schorr, detalló que durante el período 1990-1994 (donde se produjeron la mayoría de las privatizaciones) el Estado argentino tuvo ingresos por 17.838 millones de dorales como producto de esas ventas.

La crisis que estalló en el 2001 hizo crujir los cimientos como nunca antes en los 200 años de historia. De aquellas cenizas renació el sentido de pertenencia que supo encaminar Néstor Kirchner. Arrebatando una máxima estampada en el libro emblema del economista Aldo Ferrer, en esta nueva etapa se planteó vivir con lo nuestro. Reconstruir el país desde su propia capacidad de producción y consumo. Tocar fondo asustó a los sectores medios de nuestra sociedad. Tuvieron que golpear las puertas de los Bancos reclamando por sus ahorros. “Piquete y cacerola, la lucha es una sola”, supieron cantar en las marchas multitudinarias del 2002.

Lo grupos de poder nunca abandonaron la escena. En medio del caos nacional volvieron a licuar sus deudas al compás de la devaluación que promulgó Duhalde. Las crisis son momentos propicios para estas trapisondas de alto vuelo. Ya lo habían hecho 20 años atrás, cuando en 1982 Domingo Cavallo desde el Banco Central les permitió, a través de seguros de cambio, la transferencia de la deuda de empresas privadas al Estado. Todos los argentinos nos hicimos cargo de la enorme deuda que los grupos económicos habían tomado en los años de “plata dulce”, desapariciones, torturas y muertes. Bajo el formato de la devaluación sucedió lo mismo en el 2002.

Con el país en default Néstor Kirchner debió afrontar la renegociación. Fue exitosa para el país, él pagó un precio demasiado alto. La batalla contra el poder real, que tiene a los medios concentrados como voz parlante, arrastró con su propia vida.