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Democracias débiles en el mundo, ¿quién se fortalece?

Por Claudio Leveroni

Thomas Jefferson, el tercer presidente de los Estados Unidos (1801- 1809), es el principal autor de la Declaración de Independencia del país del norte, un hecho que ocurrió el 4 de julio de 1776. Curiosamente, falleció ese mismo día, pero de 1826, sobreviviendo 50 años de la jornada fundacional que lo tuvo entre los principales protagonistas.

Poco tiempo antes de morir Jefferson dejó un valioso testimonio analizando el medio siglo del país del norte en el camino hacia su fortaleza bajo democracia. En el mismo, si bien valora conquistas logradas, advierte sobre la necesidad de estar atentos a los ataques de quienes no buscan fortalecer y mejorar su andar. En este contexto Jefferson distinguía a dos grandes grupos en pugna, los aristócratas y los demócratas. Aseguraba que los primeros le temen al pueblo, desconfían de él. Por eso direccionan sus objetivos en quitarle todas las herramientas que ofrece la democracia y posibiliten darle poder al pueblo. Solo conciben en las clases altas la tenencia de ese poder. Los demócratas, en cambio, confían en el pueblo le tienen confianza y creen que es el depositario más honesto y seguro del interés público, aunque quizás no sea el más sabio.

Jefferson fue más lejos aún en estas definiciones de la “grieta”. Buscó dejar en claro intereses y objetivos de estos dos sectores. No temió identificar a quienes corroen el interés público advirtiendo el peligro que representaban las instituciones bancarias y las sociedades mercantiles. Presagiaba que el crecimiento de ambas será una victoria de la aristocracia y una derrota de la revolución estadounidense.

Pasaron casi 200 años de estas reflexiones realizadas por un intelectual destacado y representativo del pensamiento político que dio origen a Estados Unidos. Su vigencia es notable y trasciende la fronteras de su país. El notable fortalecimiento de aquellas sociedades mercantiles (hoy grandes grupos empresarios) y bancos han terminado trompeando a las democracias hasta arrinconarlas y vaciarlas de valores relacionados con la ampliación de derechos e igualdades.

Aquella aristocracia, que bien supo describir Jefferson como defensora de los intereses de los sectores económicamente más empoderados, ha logrado en la actualidad ampliar como nunca la brecha existente entre el pequeño puñado de ricos y la amplia franja de pobres que habitan en cada región del mundo. Se adueñó de gobiernos construyendo un sentido común que fue desplegado desde sus propias usinas comunicacionales. Lo hizo con particular ingenio, poder y una inocultable dosis de perversión.

Un informe anual de Oxfam Internacional auguraba en 2019 que la creciente brecha entre ricos y pobres alimenta la indignación de los ciudadanos en todo el mundo. Algo que con el correr del tiempo se irá manifestando de distintas formas representando una amenaza a la estabilidad social.

La disparidad entre ricos y pobres que reflejó aquel informe es escalofriante. Las 26 personas más ricas del mundo concentran más del 50% de la riqueza mundial, y en un solo año sus fortunas aumentaron en un 12%, el equivalente a US$ 2.500 millones diarios. Como contrapartida la mitad más pobre de la población mundial redujo sus ingresos en un 11%.

Esos 26 individuos representan los intereses de cientos de empresas de las que son dueños o mantienen una activa participación. Conglomerados de negocios que se constituyen bajo criterios alejados de valores democráticos. Son estructuras feudales que multiplican su poder exigiendo que los países donde operan puedan tener privilegios atendiendo que se trata de capital que dicen ingresar. En muchos de esos países ya son parte del poder constitucional. En otros, algo más resistentes a sus mandatos, se mantienen con igual condicionamiento de las políticas locales.

Las naciones democráticas corren con enorme desventaja ante semejante concentración de poder. No solo por lo que representa confrontar con quien es portador de un eficaz lubricante para aceitar las bisagras de la corrupción, hay también una cultura del sometimiento que echó raíces.

La democracia se sostiene sobre bases de libertad, igualdad y solidaridad, impulsando al conjunto de la sociedad a una activa participación en la construcción de un orden social y cultural. Todas condiciones que conllevan una enorme tarea de armonía en la comunidad buscando alcanzar objetivos de mayor equidad posible. Lleva mucho tiempo hasta alcanzar consensos y establecerla con cierta dosis de concreción.

En cambio, las grandes corporaciones operan con valores totalmente distintos a las democracias. Se sostienen sobre una estructura piramidal donde no se busca consenso de todos los integrantes para definir objetivos. Solo un grupo selecto toma las determinaciones. La meta es una, obtener ganancias a como sea. Pueden inundar de plástico el planeta y no hacerse cargo de ello. Por el contrario, apuntan a los Estados la responsabilidad de mantener limpio el medio ambiente. Más aún, se encargan de remarcar la ineficacia de los gobiernos en esa tarea. Crean fundaciones que cooperan a limpiar lo que estos mismos conglomerados industriales generan mostrándose a tono con estos tiempos de saludable cultura ecológica que atravesamos.

Su imagen difícilmente quede dañada por más perjurio que cometan, mantienen dentro de su propio esquema de poder las estructuras comunicacionales encargadas de ingresar diariamente a cada hogar del planeta.

En ese frenesí comunicacional apelan a fortalecer como conducta social el individualismo. Lo hacen estimulando una característica relacionada con la supervivencia del ser humano, el egoísmo. Lo colectivo siempre queda en un segundo plano, acaso mutado en caridad con la intención de calmar culpas para quien pueda sentirlas.

Volviendo al principio, Noam Chomsky asegura que liberales como Jefferson (agrega también John Dewey) que son más estadounidenses que la estatua de la libertad, al ser leídos hoy parecen marxistas de los más delirantes. El filósofo estadounidense remata esa observación indicando que se trata de una demostración de cuanto se ha deteriorado nuestra vida intelectual.

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