El cuento del Tío

Por Héctor Gómez 

Almuerzos compartidos con el tío, dirigente gremial y asiduo concurrente al despacho de Evita. Era, según mi madre, la persona indicada para pedirle la pelota de futbol que yo quería. Dudaba, pero tomé impulso y concreté el pedido. El tío Cecilio me miró sonriente casi en actitud de cómplice y me dijo, “si le escribís una carta a ella, por hay la suerte te ayuda”. Anotó en un papel la dirección y me la entregó.

Luego de varios intentos y cambios redacté el pedido que introduje en un sobre prolijamente cerrado. Corriendo fui hasta la esquina de Córdoba donde estaba el buzón, temblando lo introduje hasta verlo perderse hacia abajo. Días después, mi padre, mientras pasaba su mano por mi cuello, repetía con una sonrisa “¿Y, la pelota?”. Nos mirábamos resignados con mi madre, que disimulaba un gesto de reprobación por la pregunta de mi padre.

Había pasado más de un mes cuando entre la correspondencia que ella ordenaba para la Sociedad Británica, había un sobre que decía: Niño Ernesto Alejandro…Residencia Presidencial junio 1948 “… con referencia al pedido formulado a la señora…le informamos que el mismo será considerado en la primera oportunidad… nos es grato saludar a Ud. muy atentamente” seguido por la firma de alguien desconocido. Doblé la carta y el sobre con cuidado.

El gesto resignado de mamá acompañaba el cabeceo con sonrisas de mi padre. Pasaban los días y con otros chicos deambulábamos correteando por entre los pasillos, escaparates, mostradores y percheros de los pisos de Harrods en la calle Florida. Ocurría siempre que algún empleado de la imponente tienda nos recomendaba no correr y retirarnos a la calle porque ese no era lugar para jugueteos. Ya casi completaba mi quinto grado en aquel colegio de la calle Paraguay perteneciente al culto maronita. Colegio católico San Marón, que llevaba el nombre de un santo nacido allá por el siglo IV en la ciudad de Ciro, en Siria. La historia recuerda, y los sacerdotes del colegio lo repetían, que era amigo y compañero de San Juan Crisóstomo, había obtenido de Dios el don de curar a los enfermos y expulsar demonios, llevando además una vida recoleta con fiel cumplimiento de los sagrados mandamientos.

Tomar la comunión, exigencia sin apelación de los rectores del colegio, fue el evento más notable de ese tiempo, aún con las reservas de Alejandro, mi padre, que consideraba aquello como una muestra más del dominio clerical consentido por el gobierno peronista. Al tiempo llegó otra carta, ahora firmada por Eva Perón, qué en nombre del presidente, me informaba que podía pasar a retirar la número 5 por la parte trasera de la casa de Gobierno.

Allí fui, acompañado por mi tío Enrique, quien a la vuelta y en casa le sugirió a mi madre que yo podía repetir el pedido, pero ahora por una bicicleta, que de acuerdo a mi desarrollado físico de casi 13 años, bien le vendría a él. Ritual repetido, carta enviada con mi firma, respuesta y retiro del vehículo por la parte trasera de la Rosada, dada por un señor muy atento que intercambió algunas palabras con mi tío. “Salió a entregármela el hermano de Sojit”, comentaba él, mientras mostraba la resplandeciente bicicleta.

Como devolución del favor le aseguraba a mi madre que yo podía pasar por su casa los fines semana para dar unas vueltas por las calles del barrio que además no tenían mucho tránsito. Él y su mujer se daban aires viviendo en Palermo Chico casi frente a lo de de Mirtha Legrand, sin aclarar que era una casa donde alguien necesitado de recursos alquilaba a varios desconocidos. Inquilinos que, con conflictos y malas maneras, compartían el baño, la entrada y otros espacios comunes.

Disponían mis tíos y su pequeño hijo de una estrecha habitación, un cuartito convertido en cocina y un pequeño balcón que asomaba hacia las vías del ferrocarril donde el niño asomado imitaba el ruido de aquellos trenes eléctricos que activaban el paisaje.  Años más tarde ese mismo tío, ante la falta de recursos de mi padre, le prestó plata con un interés usurario, que pude devolver gracias al buen sueldo que recibía como dibujante técnico en una empresa metalúrgica. No hubo más penas, ni olvido.

 

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