Siempre resulta saludable repasar tramos de nuestra historia. Allí, entre otras cosas, podemos identificar el recorrido de una línea de pensamiento que asume en su accionar la necesidad de aniquilar al otro para imponer intereses propios. Semejante propósito no se puede llevar adelante sin la dosis de violencia necesaria para lograr ese objetivo. A esa violencia se la alimenta con odio.
El odio es una forma tóxica de construcción política que utiliza el hombre en su necesidad de acumular poder. Lo ha hecho en todos los tiempos y en todo el mundo. La violencia requiere de un socio, el odio que se nutre con argumentaciones elaboradas desde estímulos emocionales que inhiben la explicación racional de las cosas. Odio y violencia van de la mano, son inseparables y arremeten contra toda explicación que intente poner un hilo de elaboración racional para detener su desbastador avance.
Hay infinidad de ejemplos mundiales que sirven para ilustrar la acción demoledora que es capaz de generar la dupla odio y violencia, apuntando siempre a desaparecer al otro para adueñarse de la verdad. Tomemos dos de esos ejemplos que han dejado huellas imborrables en la historia mundial. El primero, los argumentos del nazismo señalando a una colectividad religiosa de todos los males, ocasionando una despiadada persecución, tortura y muerte contra millones de judíos.
Un segundo ejemplo ha sido el lanzamiento, desde aviones estadounidenses, de dos bombas atómicas, una en Hiroshima y la otra en Nagasaki. Fueron arrojadas sobre población civil masacrando miles de vidas y condenando a futuras generaciones de esta región de Japón a padecer las consecuencias hereditarias de la radiación.
Dos crímenes de lesa humanidad de los más grotescos que entregó el siglo XX que fueron concebidos bajo la cobertura del odio. El primero tuvo un juicio como corolario del fin de la segunda guerra mundial. Fue en 1945, seis meses y medio después que Alemania se rindiera, en Nuremberg con un tribunal militar especial y reglamento también especial para 21 jerarcas nazis finalmente condenados. El segundo delito de lesa humanidad, que ocurrió en agosto de 1945 provocando 150 mil muertos en las dos ciudades japonesas, sigue aún impune.
Así como la incursión del odio y sus consecuencias en la historia mundial se puede sintetizar en dos acontecimientos, como el nazismo con la estigmatización de judíos y el lanzamiento de dos bombas atómicas sobre población civil; nuestro país tiene su paralelismo. Acaso, lo podemos también sintetizar en dos hechos de nuestra historia: la persecución a poblaciones autóctonas reflejadas en masacres como la de Napalpí y el bombardeo a Plaza de Mayo en 1955.
Son apenas dos capítulos en argentina, hay muchos más atravesando los más de 200 años de nuestra historia como Nación. Reflejan como la fuerza del odio se instaló, y extendió en nuestra sociedad tallando peligrosas divisiones antagónicas que se llevaron demasiadas vidas. Buceando un poco en ese túnel del tiempo nacional podemos encontrar los ejemplos propios.
El 13 de diciembre de 1828 el coronel Manuel Dorrego, gobernador y capitán general de la provincia de Buenos Aires, moría fusilado en Navarro sin proceso ni juicio previo por orden del general unitario Juan Lavalle. En esa localidad bonaerense se había librado una batalla que dejó a los unitarios como triunfantes.
Dorrego pidió ser exiliado a Estados Unidos, Lavalle estuvo a punto de concederlo. Pero, cuando hizo consultas recibió las respuestas de varios ilustres influyentes que descargaban su odio como si se tratara de un brote patriótico.
Uno de ellos fue Salvador María del Carril, quien años más tarde sería el primer vicepresidente de la Nación y titular de la Suprema Corte de Justicia. Del Carril le escribió a Lavalle para que no dude en fusilar a Manuel Dorrego: “La espada es un instrumento de persuasión muy enérgico… prescindamos del corazón en este caso… sinó, habrá Ud. perdido la ocasión de cortar la primera cabeza a la hidra, y no cortará las restantes” le propuso del Carril en una nota enviada a Lavalle.
En 1845 Domingo Faustino Sarmiento publicó un ensayo bajo el título Facundo, Civilización o Barbarie, haciendo referencia que la barbarie son los indios y los gauchos, simbolizados en Facundo Quiroga, dejando la civilización para los blancos provenientes de Europa. Aquella civilización o barbarie de Sarmiento reflota en nuestro tiempo con llamativa facilidad.
El 27 de agosto desde su cuenta de Twitter, el hoy diputado nacional, Ricardo López Murphy, escribió: “Son ellos o nosotros. Es orden o es caos. Se avecinan tiempos difíciles, porque nos enfrentamos a una banda de delincuentes, de incendiarios, de políticos corruptos e incompetentes. Tenemos el deber de enfrentarlos sin vacilaciones, por la libertad. El único camino es la ley”. Habían transcurridos apenas cinco días antes del intento de homicidio que sufrió la vicepresidenta Cristina Fernández
El pensamiento estrecho que expresa el “ellos o nosotros” no da margen al diálogo, al debate de contenidos, invita a la acción contra el otro, contra el que piensa distinto. Tiene una carga de violencia implícita que no es difícil imaginar desemboque en la desaparición física del otro.
Sarmiento fue más lejos aún en su diatriba odiadora contra las poblaciones autóctonas o con simbología propia de nuestras tierras. En una carta que le envió a Bartolomé Mitre le escribió: “No ahorre sangre de gauchos, es lo único que tienen de humano, es un buen abono para la tierra”. En otra carta le dice: “Si el general Sandes mata, déjelo matar, no le ponga límites a su accionar porque hay que desaparecer a toda esa gente”.
Sarmiento y Mitre ocuparon durante 12 años la Presidencia, formaron parte de un período que superó las 4 décadas relacionadas al pensamiento de la llamada generación del 80, que se completó con las presidencias de Nicolás Avellaneda y Julio Roca, este último en dos oportunidades. La impronta de esta etapa dejó dolorosas huellas culturales extendidas en el inicio del siglo XX, que terminaron potenciando una mirada de desprecio hacia determinados sectores de la población.
El odio estaba instalado como una respuesta del poder real a la rebelión de los pobres que buscaban condiciones laborales dignas. Se naturalizaban los asesinatos ordenados por Ramón Falcón en 1909, las muertes de la Semana Trágica en 1919, la masacre de la Forestal, los fusilamientos de la Patagonia en 1921 y la masacre en la localidad Chaqueña de Napalpí en 1924.
El primer gobierno con bases populares del siglo XX, que llegaría de la mano de un radicalismo rebelde a las oligarquías empoderadas y dueñas del discurso de odio, fue el de Hipólito Yrigoyen. Pese a su perfil de mayor empatía con la base social del país, no pudo resistir el avance demoledor de la infamia difundida por los principales diarios de la época que representaban los intereses de la fracción conservadora. El golpe que derrocó al Peludo, tal como llamaban a Yrigoyen, instalando al General Uriburu en Casa Rosada habilitó un nuevo capítulo de la barbarie de los civilizados.
“Uriburu es mejor que San Martín; porque Uriburu echó y nos libró de la chusma y la bajeza de los radicales. Todos unos canallas. En cambio, San Martín echó a los españoles que, al fin y al cabo, eran personas decentes”, así describió el escritor entrerriano Manuel Gálvez el primer golpe cívico militar en nuestro país.
Durante el segundo gobierno de raíz popular en nuestro país, encabezado por Juan Domingo Perón, aparecieron las reacciones más virulentas, el odio más exacerbado contra un movimiento nacional y popular.
Las políticas de justicia social y una mejor distribución de la riqueza nacional fue el emergente directo del odio revanchista ejercido sin límites desde un totalitarismo capaz de bombardear, fusilar y hasta decretar la prohibición de nombres y palabras. Amparados en una cruel borrachera de impunidad, intentaron arrancar del pasado la distribución de la riqueza, los sueldos dignos, los derechos laborales, la calidad de vida y el país soberano
La autoproclamada revolución “Libertadora” avisó de su llegada bombardeando la Plaza de Mayo durante horas asesinando a cientos de personas, entre ellos niños llegados de una provincia para conocer Buenos Aires. La ciudad los recibió aquellos menores con una lluvia de bombas, una de ellas cayó en el micro en que viajaban. El odio no distingue edades, arrasa sin medir consecuencias. Curioso y cruel bautismo de fuego de los aviones de la Armada Argentina.
Durante décadas el número de víctimas en aquella Plaza de Mayo del invierno de 1955, se transformó en un cálculo aproximado. Los nombres y apellidos de los ejecutados desde el aire, fueron sepultados por la dictadura que terminó con el gobierno peronista. Pasaron más de 50 años hasta que fueron a rescatarlos.
Cuando el odio ganó la pulseada la furia se desplegó en diversas direcciones. El decreto 4161 estableció prohibir en todo el territorio de la Nación: “las imágenes, símbolos, signos, expresiones significativas, doctrinas artículos y obras artísticas, la utilización de la fotografía retrato o escultura, el escudo y la bandera peronista, el nombre propio del presidente depuesto, el de sus parientes, dichos objetos ofenden el sentimiento democrático del pueblo Argentino y constituyen para éste una afrenta que es imprescindible borrar”
Creyeron que matando las fotos, ya nadie recordaría sus rostros; que prohibiendo la marcha peronista, todo el mundo se olvidaría sus versos. Pensaron que decapitando estatuas a martillazos, el pasado se desmoronaría por decreto.
En la ruta de los mojones del odio trazada en nuestro país sobresale el terrorismo de Estado implantado a partir de marzo de 1976. Se instaló bajo una batería de argumentos que formaron parte de la cultura dominante en los años de oscuridad y muerte de aquella época. Acaso sea el “por algo será” uno de los principales latiguillos capturados por el medio pelo nacional para justificar su inacción en el intento de buscar explicaciones para lo que veía a su alrededor. El saldo en vidas humanos fue brutal, 30.000 personas asesinadas y desaparecidas.
Los medios de comunicación masiva fueron artífices centrales para consolidar nuevos paradigmas del odio. Le dieron la bienvenida a la junta militar, desestimaron las denuncias por torturas y desaparición de personas y hasta terminaron asociándose a negocios manchados con sangre. Los dos diarios principales se apoderaron del abastecimiento del principal insumo para los gráficos, el papel.
Pocas semanas después del golpe Clarín publicó en su edición del 22 de abril: “El gobierno y los diarios: La censura a la prensa impuesta el 24 de marzo duró solo 36 horas. Desde entonces el progresivo retorno a la normalidad en todos los órdenes y la fluida comunicación con el gobierno y los diarios la han reducido al cumplimiento de normas indicativas”.
Todos esto sucedía mientras periodistas desaparecían y varios medios eran clausurados como los diarios La Mañana (Entre Ríos), La Arena (La Pampa), El Independiente (La Rioja), Crónica (Comodoro Rivadavia), Los Principios (Córdoba), La Época (Corrientes), La Opinión (Buenos Aires), entre otros. La mayoría sufrieron persecuciones por informar sobre denuncias de personas desaparecidas.
Desde la recuperación de la vida democrática, con mucho esfuerzo, se vienen desarrollando juicios por la verdad, así enmarcados para poder no solo poner entre rejas a quienes cometieron delitos de Lesa Humanidad. No se trata solo de juicios a los responsables de la última dictadura cívico militar. El concepto es mucho más abarcativo y valioso. Estos juicios son verdaderos mojones de valores que se constituyen en los cimientos para las culturas de las sociedades por venir.
En mayo de 2023 la Jueza Federal Nº1 de Resistencia, Zunilda Niremperger, con traducción simultánea a las lenguas originarias, leyó el veredicto que condenó al Estado Nacional por organizar y ejecutar la feroz matanza de Napalpí en Chaco.
Ese hecho aberrante ocurrió cien años tras, el 19 de julio de 1924, cuando entre 400 y 500 personas pertenecientes a diferentes pueblos originarios del Chaco, fueron asesinados y despedazados brutalmente por militares, policías y civiles a las órdenes del entonces gobernador –y también productor algodonero y político radical–Fernando Centeno. Rosa Grillo, la única sobreviviente viva de aquella brutal jornada, pudo escuchar la sentencia. Falleció en abril del año pasado a los 115 años.
El verdadero valor de estos juicios no está solo en ver a alguien castigado por un delito aberrante que cometió, sino en lo que vienen a representar culturalmente. Las sanciones y condenas establecen parámetros de convivencia que nos igualan ante la ley y ante la mirada del otro. No se trata de reescribir la historia, es observar los hechos con otros valores y categoría cultural. Es una de las formas de combatir la violencia que genera el odio
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