Compartir un vino

Por Héctor Gómez.

Comenzaba aquel agosto de 1937, el frío mañanero acompañaba esa esquina del barrio de Palermo. No eran tampoco muy cálidas las mal pintadas paredes del Hospital Alvear, ni los amplios pasillos que vinculaban las salas de internación. Angélica en su cama, soportaba los dolores de parto con la compañía de su madre, doña Clara. Una monja, atareada, con el recorrido nocturno de la sala, le preguntaba cálidamente, como se sentía. Apenas un gesto respondía a la consulta.

Más tarde, en el medio de la noche, los dolores aumentaron y ya en la sala de partos, cuando el sol alumbraba la Avenida Las Heras, yo asomaba mis ojos, entra telas, caricias de enfermeras y la mirada tierna de mi madre. Ese sol, que asomaba entre las persianas, mezclaba su alegría maternal, con la ansiosa espera del padre que, formaba parte de una cuadrilla obrera que reparaba caminos en Córdoba. Conocía el sabor de la leche materna cuando dos días después, Alejandro Telmo mi padre recién llegado, me tomaba en sus brazos. Por la tarde una monjita tímidamente sugería que debía ser bautizado antes de abandonar el Hospital. Ritual consensuado ante la promesa de casarse, como Dios manda, por parte de mis progenitores.

La realidad atropellaba y aquel padre, no muy afecto a los rituales religiosos, aceptaba casi sin darse cuenta la sugerencia. Un día después, la ceremonia se concretó y convertido en Néstor Alejandro fui bautizado. Se cumplía el deseo manifiesto de mis abuelas; Clara, italiana devota de San Antonio y María la paterna, correntina y fiel asistente a las misas de la iglesia de la Virgen del Carmen en Villa Urquiza.

Vivíamos después en la calle Bazurco, designada así en honor de un señor que el papa Benedicto XIV nombró obispo del Río de la Plata allá por mayo de 1757. Compartíamos la misma casa, de amplio patio y habitaciones varias, con mi abuela y mis tíos. Sin tomar en cuenta el abolengo papal de la calle, esta era de barro, cercana a la recién comenzada Avenida General Paz y bordeada por una canaleta de aguas servidas que Martha, mi hermana, insistía en utilizar como pileta de natación, para protestas de mi abuela.

Yo intentaba caminatas por la misma zanja con mis baratas zapatillas de cuero, obligado a secarlas luego sobre la cocina a leña, donde adquirían una dureza respetable. En la tarde, llevado a la plaza por Hilda, mi tía adolescente, trataba de entender que decían los muchachos que musitaban cosas hacia ella. Había dos tíos varones que, en aquellos tiempos del 40, con gobiernos más preocupados por alegrar la vida de los ingleses que en generar trabajo para la gente, saltaban de una ocupación a otra.

Enrique, convencido hincha de Independiente me llevaba a ver partidos de futbol y rebuscaba su sustento como podía. Cecilio, mezclaba sus pretensiones de actor con el trabajo de pintor y delegado obrero del Ministerio de Obras Públicas en aquella CGT que un tiempo después declararía la huelga del 17 de octubre. Alejandro, mi padre, comenzaba su intento de ser guarda de tranvías, cuando temprano cada mañana se instalaba en la estación donde guardaban los mismos, esperando que faltara algún guarda, para concretar él una jornada paga. Compartía su tiempo con los amigos del boliche que se declaraban devotos y convencidos de que la Revolución Rusa y el comunismo serían la solución de todos los problemas.

Años después, en un edificio de la calle San Martín al 700, a cambio de la vivienda, Angelica, mi madre, mantenía el orden y la limpieza de una sociedad de damas británicas, esposas de funcionarios ingleses que, entre otras cosas, manejaban los ferrocarriles. Cecilio mí tío, ya convertido en dirigente gremial peronista, almorzaba diariamente con nosotros porque su domicilio de Villa Pueyrredón, quedaba lejos para aquel Jeep, rescatado de la guerra, que Evita facilitaba a los dirigentes gremiales.

En aquellos almuerzos compartidos por Alejandro y Cecilio, se discutía de política. Si bien se respetaban, casi nunca estaban de acuerdo, pero mis oídos se alimentaron de las ideas intercambiadas con vehemencia, desde dos puntos de vista opuestos y compartidos con un vino. Nacía, además, junto con mi adolescencia, un tiempo político que marcó y aún marca la historia de nuestro país.

1 Comentario

  1. Marcela

    Muy buen relato que nos introduce en el camino a la politica y la militancia !

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