El 22 de julio de 1985 Jorge Luis Borges asistió a una jornada del Juicio oral a las Juntas acusadas, finalmente condenadas, de las atrocidades cometidas durante la última dictadura cívico-militar. El escritor fue testigo del testimonio más extenso que hubo durante todo el tiempo en el que se desarrolló el histórico juicio. Impactado por la declaración de aquel obrero gráfico Borges, de 85 años, desplegó su pensamiento en un artículo para la agencia EFE.
El juicio comenzó el 22 de abril, de 1985. Se extendió hasta el 14 de agosto. Se trataron 281 casos de los 709 originalmente ofrecidos por la fiscalía. Fue una galería de testimonios desgarradores. Declararon 833 personas: 546 hombres y 287 mujeres, 64 militares, 15 periodistas, 14 sacerdotes y 13 extranjeros. Se recibieron 80 testimonios a través de exhortos diplomáticos.
Durante el proceso judicial sólo pudieron emitirse por TV algunos segmentos que carecían de audio. Los argentinos no pudimos escuchar los relatos de las aberraciones que sucedieron en los campos de concentración. Cada jornada se transformó en un nuevo capítulo capaz de describir hechos que permitían descubrir el lado oscuro del alma. La más extensa se extendió durante 13 horas y 25 minutos con la declaración testimonial, el 22 de julio, de Víctor Melchor Basterra. Un obrero gráfico militante peronista que pasó cuatro años secuestrado en la ESMA que testimonió durante 5 horas y 40 minutos frente a los jueces. En la sala, escuchando su relato, estuvo Jorge Luis Borges.
Impactado por el testimonio de Basterra, Borges escribió una crónica para la agencia española EFE, describiendo, “de las muchas cosas que oí esa tarde y que espero olvidar, referiré la que más me marcó, para librarme de ella”. Después, transcribió parte del relato de Basterra ante los jueces. Lo hizo remitiéndose a un hecho sucedido un 24 de diciembre. Borges escribió que ese día, “llevaron a todos los presos a una sala donde no habían estado nunca. No sin algún asombro vieron una larga mesa tendida. Vieron manteles, platos de porcelana, cubiertos y botellas de vino. Después llegaron los manjares. Era la cena de Nochebuena. Habían sido torturados y no ignoraban que los torturarían al día siguiente. Apareció el Señor de ese Infierno y les deseó Feliz Navidad. No era una burla, no era una manifestación de cinismo, no era un remordimiento. Era una suerte de inocencia del mal”.
La cadena de testimonios que desfilaron durante las 17 semanas que duro el Juicio a las Juntas, describieron una sucesión de situaciones emparentadas todas por el horror. Los acusados escucharon impávidos los relatos. Estaban siendo enjuiciados las cabezas más visibles y responsables de aquella sucesión interminable de acontecimientos aberrantes.
En sus alegatos finales los acusados se defendieron. Massera afirmó que se sentía responsable, pero no culpable. Finalizadas las audiencias los fiscales Julio César Strassera y Luis Gabriel Moreno Ocampo expusieron los fundamentos de las acusaciones. Los miembros del Tribunal deliberaron entre el 22 de octubre y el 8 de diciembre de 1985. El 9 de diciembre, el presidente de la Cámara Nacional de Apelaciones en lo Criminal y Correccional Federal, León Arslanian, leyó el veredicto.
El juicio a las juntas militares fue ejemplificador, un caso único en el mundo. Nunca antes se sentó en el banquillo de los acusados a quienes se apoderaron, por la fuerza, de la suma del poder público en un país. Ni siquiera es comparable al juicio que se les realizó a los jerarcas nazis en Nüremberg, una vez finalizada la segunda de las guerras mundiales. Allí, se necesitó formar, especialmente, un tribunal internacional con leyes especiales. Los comandantes que integraron las juntas, responsables del golpe militar de 1976 y sus terribles consecuencias, fueron enjuiciados sin más armas que las leyes vigentes y, con los mismos tribunales que pueden enjuiciar a cualquier ciudadano.
El texto completo del artículo de Borges para la agencia EFE fue el siguiente:
He asistido, por primera y última vez, a un juicio oral. Un juicio oral a un hombre que había sufrido unos cuatro años de prisión, de azotes, de vejámenes y de cotidiana tortura. Yo esperaba oír quejas, denuestos y la indignación de la carne humana interminablemente sometida a ese milagro atroz que es el dolor físico. Ocurrió algo distinto. Ocurrió algo peor. El réprobo había entrado enteramente en la rutina de su infierno. Hablaba con simplicidad, casi con indiferencia, de la picana eléctrica, de la represión, de la logística, de los turnos, del calabozo, de las esposas y de los grillos. También de la capucha. No había odio en su voz. Bajo el suplicio había delatado a sus camaradas; éstos lo acompañarían después y le dirían que no se hiciera mala sangre, porque al cabo de unas sesiones cualquier hombre declara cualquier cosa. Ante el fiscal y ante nosotros enumeraba con valentía y con precisión los castigos corporales que fueron su pan nuestro de cada día. Doscientas personas lo oíamos, pero sentí que estaba en la cárcel. Lo más terrible de una cárcel es que quienes entraron en ella no pueden salir nunca. De este o del otro lado de los barrotes siguen estando presos. El encarcelado y el carcelero acaban por ser uno. Stevenson creía que la crueldad es el pecado capital; ejercerlo o sufrirlo es alcanzar una suerte de horrible insensibilidad o inocencia. Los réprobos se confunden con sus demonios; el mártir, con el que ha encendido la pira. La cárcel es, de hecho, infinita.
De las muchas cosas que oí esa tarde y que espero olvidar, referiré la que más me marcó, para librarme de ella. Ocurrió un 24 de diciembre. Llevaron a todos los presos a una sala donde no habían estado nunca. No sin algún asombro vieron una larga mesa tendida. Vieron manteles, platos de porcelana, cubiertos y botellas de vino. Después llegaron los manjares (repito las palabras del huésped). Era la cena de Nochebuena. Habían sido torturados y no ignoraban que los torturarían al día siguiente. Apareció el Señor de ese Infierno y les deseó Feliz Navidad. No era una burla, no era una manifestación de sí mismo, no era un remordimiento. Era, como ya dije, una suerte de inocencia del mal.
¿Qué pensar de todo esto? Yo, personalmente, descreo del libre albedrío. Descreo de castigos y de premios. Descreo del infierno y del cielo. Almafuerte escribió: «Somos los anunciados, los previstos, / si hay un Dios, si hay un punto omnisapiente; / y antes de ser, ya son, en esa mente, / los Judas, los Pilatos y los Cristos».
Sin embargo, no juzgar y no condenar el crimen sería fomentar la impunidad y convertirse, de algún modo, en su cómplice.
Es de curiosa observación que los militares, que abolieron el código civil y prefirieron el secuestro, la tortura y la ejecución clandestina al ejercicio público de la ley, quieran acogerse ahora a los beneficios de esa antigualla y busquen buenos defensores. No menos admirable es que haya abogados que, desinteresadamente sin duda, se dediquen a resguardar de todo peligro a sus negadores de ayer
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